miércoles, 23 de marzo de 2011

Momentos en Silencio


Estoy tumbado en la cama de la habitación número 37 del piso tercero del Hotel Majestic. Siempre la misma habitación a la misma hora. Hoy es el día. Miércoles. No es martes, ni lunes. Es mi miércoles y hoy la volveré a ver.  Es la ilusión de mi semana, un oasis en un desierto que me ahoga, la luz que me hace levantarme cada mañana y avanzar en una vida de penumbra que no me interesa. Estoy nervioso como el quinceañero que espera en su primera cita.  Es la séptima semana que quedo con ella. La conocí de forma ocasional en una convención. El flirteo, paso a caricias y las caricias se convirtieron en un encuentro brutal en el asiento trasero de mi BMW familiar. Me quede prendado. La monotonía me había asfixiado y aquella melena rubia había sido como un soplo de aire fresco en mi vida. No nos llamamos. Somos agentes secretos, tenemos una misión todas las semanas a la misma hora y en el mismo sitio. Nadie se puede interponer en nuestro camino.

Espero al acecho como si de un depredador que espera a su presa me tratase. Afilo mis garras a la espera de mi comida. Llevo hambriento toda la semana y mis tripas rugen en busca de algo que llevarme a la  boca. Un espíritu salvaje me posee y cuando entra por la puerta me abalanzó sobre ella. Busco desesperado su piel y encuentro sus labios calientes que me besan con pasión. Su olor me embriaga, me vuelve loco y la excitación no me deja pensar. Noto como su mano recorre mi espalda y me acelero. Me turbo y mis pulsaciones comienzan a subir de forma descontrolada. Le quito la falda sin pensarlo y la tiro contra la cama. No nos hemos dirigido una palabra. Conectamos, hay química  y los dos sabemos lo que queremos. Le arranco la blusa, sin tener en cuenta que tiene botones, su sujetador vuela, y solo queda su ropa interior, la hago  trizas a base de dentelladas, y ya tengo lo que quería, mi presa esta ahí indefensa, mirándome satisfecha con sus grandes ojos azules. Estoy en el sitio adecuado y en el momento adecuado para ser feliz. Las sabanas vuelan, los muebles se mueven, nuestras pieles sudorosas resbalan y los gemidos se oyen tres pisos mas arriba. Me siento bien. Solo quiero estar dentro de ella. Que se pare el mundo, que yo me bajo en esta estación. Esta parada tiene un nombre y es el mió.

Ella me mira sudorosa con las mejillas rojas  y se apoya sobre mi pecho. Yo suspiro y mi corazón desbocado comienza a dejar de rebotar contra el techo. Le doy un beso suavemente en la mejilla. Le acaricio la cara rozando su piel y noto su calor. Cierro los ojos e imagino que no hay un mundo más allí de aquella puerta. Pasan los minutos, estoy agusto, pero  no nos decimos nada. Siempre me han incomodado los silencios. Prefiero hablar de temas superfluos a aguantar estos momentos mudos. Solo se me ocurre decirle:

-        “Esta mañana he tenido un día horrible en la oficina, vaya discusión con un cliente....”

Veo como ella se va levantando relajadamente y busca su ropa entre un desorden de sabanas.

            -”...un tipo que me decía que no éramos profesionales...”

Ella se pone su falda, encuentra su blusa a 5 metros e intenta recomponer lo que parecen unas medias.

-        “..Yo le he dicho que los contratos están para cumplirlos y que me dijera cuando  le hemos fallado”

Se ha puesto sus zapatos y cuando ha visto que no le faltaba nada. Me ha dicho:

            - Bueno cariño, me tengo que ir, ya hablamos, ¿vale?

Ha pasado una semana. La llevo aquí esperando 30 minutos. Es mi miércoles. En mi habitación de siempre. Ella nunca se retrasa.
No me lo acabo de creer. Me doy cuenta que el otro día tal vez traspase una línea que nunca debí cruzar. Lo nuestro tenía unos límites y quiza no debería haber salido de las cuatro paredes de esta habitación. Nuestro canal no podía tener interferencias de la vida monótona de la que intentábamos escapar y yo sintonice el canal “Historias varias de mi trabajo”.

Intento llorar. El tigre se convierte en gato indefenso. Gimoteo, pero mis ojos se mantienen secos. Aprieto los ojos con fuerza en busca de una lágrima, pero el manantial esta seco. No me puedo engañar, realmente me da igual.  No la quiero. Cojo el teléfono, y como un autómata sin cerebro marco un número que tengo grabado en la cabeza:

- “Cariño, ¿Cómo estas? Hoy he tenido un día horrible en la oficina. Te cuento...”

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