miércoles, 18 de enero de 2012

ANDRES




Una vez le di la mano y note como sus manos rugosas rozaban como una lija contra mi piel. Sus dedos gordos y rechonchos chocaron contra mi espalda para despedirse y una sonora carcajada salio de su boca al notar mi mueca de dolor.  Me di la vuelta y vi como me observaba socarrón dejando entrever sus dientes grises de tanto fumar. Era un tipo digno de estudiar. Tenía una cabeza desproporcionada para su pequeño cuello. Sufría una incipiente calvicie, pero él  intentaba rejuvenecer su imagen dejándose una pequeña melena que hacia ondear unos graciosos rizos que escondían sus grandes orejas. Dos pequeños ojos observaban el mundo flanqueados por una prominente nariz y el aliñe perfecto para esta ensalada era un bigote de espadachín que se mesaba cada vez que hablaba.
 
Tal vez cuando era joven sus manos llegarían a su cintura, pero su abdomen había crecido perimetralmente dando lugar a una prominente barriga y unas  generosas caderas. Sus brazos habían quedado desfasados, como que no fueran con ese cuerpo y se movían descompasados cada vez que Andrés ejecutaba un movimiento.  Sus brazos se esforzaban por llegas a los sitios, pero su carnes magras actuaban de barrera para no permitirle conseguir sus objetivos. Tal vez como en la vida.

A sus 53 años seguía viviendo con sus padres. En algún momento que el no recuerda paso de pretender volar del nido paterno a quedarse en él para siempre a cuidar a sus progenitores. El joven con aspiraciones en la vida se convirtió en un soltero maduro  que cuidaba de una pareja octogenaria. Siendo realistas tal vez este había sido el mejor final. La partida había acabado y él ni siquiera había llegado a mostrar sus cartas. Las perspectivas tampoco parecía que  pudieran atraer  mejores augurios. Su uno sesenta nunca había llamado la atención de ninguna mujer. Sus dos perras mastines eran  el mayor acercamiento  con el mundo femenino que había tenido.

A los cuarenta años heredó una pequeña suma de dinero de su abuela paterna. Su intención inicial fue meterlo en el banco, mirar para otro lado y hacer como que no hubiera pasado nada. Quería seguir dejando su marca de fábrica: la dejadez por bandera. Se dejaba llevar. No hay prisa. Que corran otros, que yo no tengo prisa y mi madre me espera con la comida caliente en casa todos los días.
La insistencia paterna acabo con su dinero invertido en un gran pabellón de 500 metros cuadrados. El lo convirtió en su escondite, su lugar privado, su segundo hogar. Sin ninguna actividad industrial declarada, lo convirtió en  su parque de atracciones particular. Su síndrome de Diógenes emergió ante la ausencia de control de la figura materna. Allí no había reglas. Las reglas las marcaba él. La anarquía de Andrés acababa de llegar al poder. Acumulo todo lo que se encontraba por la calle, hierros forjados, aluminio, andamios, muebles, piezas de coche, estanterías...
Todo valía. Todo le valía. Y lo que no valía pues lo quemaba. Un gran bidón en el centro del pabellón lanzaba una llamas constantes que el se encargaba de alimentar. Se convirtió en un símbolo de aquel lugar. Si aquello no estaba ardiendo, se ponía nervioso y un tic le hacia subir las cejas arriba y abajo de forma psicótica. En cuanto echaba un mueble o un madero a aquel bidón, sus pulsaciones bajaban y su cuerpo se relajaba. El chisporrotee de las brasas y ese olor constante a humo negro le hacían sentirse bien.

Su bidón ardiendo era el síntoma de que estaba viviendo la vida. Si aquello no echaba humo, era la prueba de que las cosas no iban bien. Esa luz no se podía  apagar.  La motosierra y la rotaflex eran el hilo musical de aquel lugar. Un constante trabajo en un proyecto imaginario sin sentido, sin bases y que su único objetivo era producir. Producir nuevas estanterías de metal. Nuevas casetas para sus perros. Nuevas paredes. Nuevos muebles. Renovar lo que hace cinco minutos era nuevo.

Un constante generador de cosas inservibles. Un servicio que no generaba más que trastos sin sentido. Un sentido común que se había perdido hace tiempo.

Dentro de esta vorágine creadora surgió una buena idea. Ya se sabe que el que  mucho lo intenta en algún momento acierta. O mas bien que el que mucho hierra alguna vez tiene que  tener la suerte de acertar sin querer. Cerró con dos muros una esquina del pabellon y se creó su propio txoko. Una gran mesa de madera que él mismo había hecho presidía la estancia. Múltiples sillas cada una de un color y un diseño diferente ,que habían sido abandonadas a su suerte en la calle, fueron reparadas por Andrés dando un toque vintage al lugar.  La elección aleatoria de gustos y estilos había resultado todo un éxito. Una silla estilo Luis XV estaba pegada  a una silla modelo huevo sin patas y mas allá había una silla de madera estilo baserri con su asiento de mimbre restaurado. Clasicismo adornado de modernidad y ni el mismo lo sabia. Dos grandes sofás al fondo encontrados en la basura y que con sus propias manos había tapizado le permitieron crear su atalaya privada del descanso.

Un día el estado de anarquía de Andrés sufrió un intento de golpe de estado cuando sus progenitores se presentaron por sorpresa en su centro recreativo privado. Su madre a cada paso que daba, a cada hierro retorcido con el que se encontraba iba torciendo la cara. Su padre intentaba amortiguar el golpe y comentaba las bondades de la estructura del pabellón. Andres viendo que aquello tenía un futuro muy oscuro, les enseño su última creación. Ese txoko en el que tanto había sudado y en el que casualmente había acertado. El color negro oscuro del momento se fue convirtiendo en un verde esperanza. La rigidez del gesto de su madre se fue relajando, al mismo tiempo que su padre, que su máximo logro en decoración fue pintar toda la casa de gotéele, comenzó a alabar el gusto en la combinación de estilos. Aprovechando una llamada al móvil de Andres los padres se quedaron solos en aquel lugar y la curiosidad que mato al gato surgió. Tres grandes baúles de madera restaurados con unos escudos jerárquicos muy llamativos separaban la mesa de la zona de sofás. Su madre como buena Sherlock con rulos se dispuso a abrirlos. En el primero se encontró 5 pilas de revistas porno. Todas ellas eso si ordenadas por fecha y publicación. Algo que el padre intentó alabar en un intento baldío por apaciguar  los nervios del momento. En el segundo se encontró todo tipo de vestidos de mujer, pelucas  y varios kits completos de maquillaje. Y cuando estaba a punto de abrir el tercero, su marido le comento que era mejor que no lo abriera.


Sus progenitores abandonaron el pabellón de Andrés con una sonrisa falsa en la boca y un sudor frió en la espalda. Acordaron por su propia salud que aquello nunca había ocurrido y se prometieron no volver a pisar nunca más ese lugar. Corazón que no ve, corazón que no siente. Para que  van  a intentar encauzar un río que solo puede desbordarse. Decidieron ponerse el chubasquero de la incomunicación y las gafas opacas de “aquí no ha pasado nada”.

El golpe de estado fue interceptado y Andres no se dio ni cuenta.
El es feliz. Se compro un cuarto baúl  y eso si la llama de su bidón sigue latiendo.


 


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