jueves, 16 de mayo de 2013

Un lugar en el mundo



Cinco horas con el sol acariciando mi piel. Atrás dejo las autopistas francesas; una vez más una frontera queda a mis espaldas, una de tantas. Cambio de país en una monotonía constante. Las nubes negras dan la bienvenida a este habitante de su destino y turista de su antiguo hogar. La tormenta ocupa mi cabeza; comienza a llover. Quizás algún día escampe; mientras tanto el ruido del agua al chocar con el suelo me hipnotiza. Me acuerdo de esa frase de la película que tanto le gusta a uno de mis mejores amigos: "nunca llueve eternamente"; eso decía Eric Draven. Llueve. Solo llueve. Quizás solo sea ya el final de esta primavera eterna en el lugar donde tantas cosas quedaron.

Han pasado doce horas desde que salí de casa esta mañana. Coche de alta gama. Sin acompañantes. Pero bien acompañado. Sin nadie que me despiste. Pero bastante despistado en mi vida. Mi compañero duerme en la parte trasera. No habla, solo ladra, pero le entiendo mucho mejor que a muchas  personas que me rodean. Ellos solo hablan. No escuchan. Hablan a borbotones. Sin pausa, sin mirarte a los ojos, como autómatas. Esperan que seas como ellos. Que sigas en la rueda. Pero yo ya he puesto un palo en el camino. Quiero saltar. Soy un escapista. Escapista como Houdini. Escapo de un trabajo que no me aporta nada. Escapo de una ciudad que me ahoga. Escapo y creo que a veces en la vida no hago otra cosa más que  escapar

Una vez que Euskadi  me recibe como ella sabe, con su tiempo de invierno en primavera, las primeras gotas chocan contra mi parabrisas. Veo como van recorriendo el cristal de arriba a abajo hasta desaparecer. Un dia yo fui una gota  que decidió recorrer ese camino y dar un salto al vacío hacia un país extranjero. La crisis obliga a los jóvenes a seguir el mismo camino, pero yo lo hice por iniciativa propia. Nunca tuve miedo a los cambios. Nunca hice caso a toda esa gente que me dijo: “¡Tú estás loco!”. Y sinceramente no me arrepiento. No todo ha sido bueno. Pero estoy seguro que todo lo bueno no estaba solo aquí. Tampoco creo que con mi escapada habría evitado todo lo malo. Escapas de lo bueno, te acercas a lo malo. Te alejas de lo bueno, y lo malo se acerca. Todo depende del número de cervezas que hayas tomado y de cómo de dura sea la resaca física y vital.

Cada cierto tiempo regreso al punto de partida. Soy el turista accidental. Accidentalmente desaparecí de vuestros dias y algún dia me dejo caer por esta ciudad. 
Vitoria cambia lentamente. Es una ciudad pequeña. O mas bien un pueblo. Pero es mi pueblo, son mis amigos y como decía Federico Luppi en Martin H : "Mi patria son mis amigos". Así que me veo como ese expatriado que vuelve a su lugar de partida.

Ese monstruo con pies de barro se desplaza y va engordando en forma de cemento.
El estomago de la ciudad ha explotado, y la tripas e intestinos  se han expandido sin discreción por el ESTE y el OESTE en forma de estructuras de ladrillo de colores. La mayoría de mis amigos viven en el OESTE. Es ese nuevo FAR WEST de las películas de vaqueros donde los indios son las facturas, el sheriff es esa cosa llamada amor y tu solo con tu caballo  intentas cabalgar en busca de un sitio en la vida. A todos ellos les toco en su momento una bola de la loteria con su nombre. Esa bola rodo durante un par de años para colocarlos en un pisito en un barrio dormitorio de las afueras de Vitoria. La vida de pájaro libre sin ataduras se esfumo, pero con el tiempo está claro que es la forma más sencilla de saltar del nido familiar a una caseta de pájaro prefabricada con su agujerito circular en la puerta y el logo del estado en el techo.

Yo decidí que mi nido no estaba aquí y como ave migratoria cogí otro camino que me permitiera dirigirme a tierras más cálidas, económicamente hablando. La ciudad cambia lentamente. Impasible. Y parece que se ha comido algo nuestro. Se ha comido el entusiasmo de mis amigos. Esas cosas pequeñas de la vida, se han sustituido por las grandes, donde las parejas ocupan ahora un lugar importante  y siempre hay una excusa para no quedar a tomar una cerveza, pues la obligación es mucho más fuerte que el querer.

Veo como tres torres de 15 plantas me reciben. Antes esperaba a ver el cartel de Vitoria-Gasteiz para que las mariposas del enamorado revoletearan en mi estomago. Pero desde la explosión de las VPOs no me hace falta cartel. A treinta kilómetros de Vitoria por la autopista Donostia-Gasteiz se ven “imponentes”, como si el skyline de una ciudad financiera se tratara. Las  torres de Salburua. Es entonces cuando suspiro y me digo “¡Vitoria!”. Demasiados recuerdos que rebrotan. Los ojos brillantes. Miro hacia atrás por si acaso mi perro está despierto. Es entonces cuando me aseguro que estoy solo y  una lágrima recorre mi mejilla.