lunes, 13 de febrero de 2017

Hoy es tu dia de suerte

“Se busca persona tranquila. Buen compañero, activo, inteligente y deportista, pero que no sufra con la derrota”. Nada más.  Malditos anuncios de empleo. Parece más bien un anuncio de chico busca chica. Pero no tenía nada mejor que hacer y estaba harto de los trabajos de comercial a comisión. Eso sí que era una derrota constante y sufrida.

Llegue a aquel edificio acristalado  y una señorita me indico que esperara en un sofá de eskay. A los pocos segundos apareció Jesús, mi mentor, me estrecho la mano y en cinco minutos era uno más de la empresa.

En tiempos de crisis solo queda como herramienta de lucha una sonrisa. Solo queremos momentos felices. La gente tiene que olvidar sus problemas. Yo soy feliz el día que gano algo. No por el premio. Solo por el mero hecho de ganar. No te das cuenta, que la gente sonríe cuando le llega una carta al buzón en la que pone: “Has sido premiado”. No importa cual sea el maldito premio. Pero yo he ganado y tu no.  Incluso sonríen cuando les llega un email a su correo con la palabra sorteo. Ha entrado en el sorteo de un viaje a ninguna sitio interesante con nada que hacer. Pero yo  quiero ir. Y si me toca a mí, voy a ser más feliz que tú. No te das cuenta que tu hermano dormía feliz cuando te comía esa ficha en el parchis o te ganaba al mus con un ordago en la última partida. La gente quiere olvidar a su jefe, su hipoteca, los gritos de su mujer, los ronquidos de su marido, los deberes de sus hijos, los dolores de cabeza, no llegar a fin de mes. Todos buscan una vía de escape, disfrutar de una sonrisa con la victoria aleatoria al juego menos interesante ante el rival que menos importe. Pero ese día miraran al techo de su habitación y dirán: “!He ganado!”.

No entendí nada lo que me dijo Jesús. Pero el discurso me entusiasmo. Estaba harto de intentar verdes bikinis a esquimales y abrigos de vison a veganos en verano. Cuando Jesús me puso el contrato delante de mí y me dijo:  ¡Salta! Yo respondi: “¿Hasta donde?”  Sin pensar. La suerte estaba echada. No había marcha atrás.

Empecé con trabajos esporádicos por horas. Solo tenía que presentarme los martes y jueves en las pistas de tenis y jugar contra rivales que no conocía. Me lo podía haber tomado como el resto de trabajos de mi vida. Con plena apatía. Pero me gustaban las películas épicas. Siempre empezaba fuerte. Tiraba mis mejores reveses. Grandes mates. Dejadas a la red. Notaba la cara de desesperación del rival. Pero poco a poco me iba deshaciendo como un azucarillo en el café. Mis errores aumentaban. La sonrisa del rival iba en aumento. No era un sparring que se dejaba ganar. Era un ganador que sabía que punto fallar  para que ese deportista de sofá se viniera arriba. La tensión siempre estaba asegurada. El rival ganaba, pero sudando la gota gorda y notando que había tenido un enemigo que le había podido vencer. La victoria sufrida es más victoria.

Las mujeres de mis rivales llamaban a la empresa y preguntaban que había pasado ese día, que su marido no había hablado de trabajo y estaba encantador.  Jesús me programaba más y más partidos y yo veía la luz con mi trabajo. Nunca sentí una derrota tan sabrosa. Nunca saboree como en este trabajo los fallos. Nunca ser un perdedor nato en la vida me había servido para triunfar como ahora.
Pasado un  mes ascendí a la sección de juegos de equipo. Y como siempre cuando no todo depende de ti, la derrota se hacía más complicada. Siempre me encontraba con compañeros de empresa que no sabían perder y que no acompañaban con sus instrumentos en nuestra sinfonía de fallos. Siempre tenía que ir como un bombero apagar el fuego de la victoria para hacer ese penalti absurdo en el último segundo. Para cometer esa falta técnica en la bombilla del campo de baloncesto que incitaba  la remontada del equipo rival. Siempre mandaba repetidas veces la pelota contra el cristal en la pista de padel cuando veía que mi compañero se venía arriba contra su antiguo amigo que le quito una novia. Siempre surgía un problema que se interponía hacia la derrota y siempre aparecía yo y lo solucionaba para perder. La leyenda empezó a crecer. Yo era el perdedor ideal que siempre llevaba a su victoria.

Pero todo cambio cuando llegue a la última planta de la empresa. La que daba dinero de verdad. La que estaba cerca de las personas que manejaban billetes. El primer mes te llevan a partidas de ajedrez, parchis, monopoly  y yo seguí con mi estela de perdedor luciendo en mi cielo estrellado de derrotas. Pero mi ascenso meteórico se encontró con el peor de mis rivales. Los juegos de azar. Solo tenía que conseguir que mis rivales en los casinos ganaran una partida para que no se hundieran y siguieran jugando. En un principio todo iba bien. La derrota parecía pegada a mi sombra. Pero llegó un largo mes de victorias. Siempre ganaba al negro en la ruleta. Y si cambiaba al rojo, lo que veía negro era mi futuro en la empresa. No había salero que derramar. Siempre me llegaba la maldita 7 y 1\2 cuando me jugaba todo a una carta. No había escalera por la que pasar por debajo.  Siempre aparecía  otra escalera, pero esta vez de color que ganaba al full en el  póker.  No había gato negro que me parara.  Siempre conseguía ese maldito 21 al blackjack. No había paraguas abierto bajo techo que me detuviera. La suerte me visitaba cada día en este trabajo de perdición.

Jesus me ha dado un ultimátum. Ya no cree en mí. Hoy es mi última oportunidad. La buena suerte me acecha. He pasado a la sección de actividades de alta riesgo. Me ha dicho que solo los valientes aceptan estos trabajos. Mi cuenta de ingresos esta en rojo. Noto un sudor frio en la espalda. Ha llegado mi turno. Solo tengo que confiar en mi mala suerte. Un ucraniano sudoroso acaba de mostrar la suya y ha pegado un grito liberador. Solo tengo que perder y mi leyenda resurgirá de nuevo. Coger el revólver y apretar el gatillo. Pasados unos segundos decidiré si he tenido buena o mala suerte.