miércoles, 11 de diciembre de 2019

Galerna




Mi padre no existió. O eso me han hecho creer. Mi figura paterna fue él. Sus manos largas y arrugadas me abrazaban cuando salía del colegio. Su olor agrio a tabaco. Su barba blanca rozando mi mejilla. Su americana de pana con coderas. Los mocasines sin cordones y un pañuelo de seda al cuello. No recuerdo su sonrisa. Solo olores, rozaduras y palabras. “Esos luceros respingones que no lloren nunca”: me decía con su voz ronca. Ducados, disciplina e historias sin fin. No era cariñoso, pero la ternura se le caía de los bolsillos. No era divertido, pero me hacía reír. No era mi padre, pero le necesitaba.

Corrí con mi traje de domingo y solo quise buscar los brazos de la única persona que me comprendía. Mi confidente. Mi vida. Mi consuelo. Habitación 321. 3, 2,1 sorpresa y estas de nuevo conmigo.  Llegue con el corazón latiendo a toda velocidad, me acurruque sobre su cama y le dije que le echaba de menos, que por favor no nos dejaras. Que todo iba a salir bien. Que te esperábamos en casa, con la mesa puesta, con el mantel de flores que tanto te gustaba. Comeríamos todos juntos y seriamos felices. Seriamos lo felices que podríamos ser. Intentaríamos ser felices. Lágrimas silenciosas recorrían mis mejillas. Surcos de fuego helado erosionaban mi blanca epidermis. No podía llorar. Tenía que ser fuerte. No me moví de allí. Como el perro que esta junto a su amo. Esperaba esos segundos diarios de lucidez. Ese instante en el que notaba que el volvía a estar allí. El regreso al pasado en el que las piezas siempre encajaban.

Hace tiempo me contaste una historia. En los tiempos de tormenta hasta los árboles más grandes caen. En la vida hay que ser como las palmeras. Parecen frágiles. Pero ante la tempestad se doblan. Amortiguan las embestidas. Se doblan. No se redoblan. Aguanta. Te lo repito todos los días estrujándote la mano. Se que me escuchas. Noto como tus pulsaciones suben. Se me eriza la piel. Solo puedo pensar en la siguiente aventura que me tienes que contar.

Cuando sus pulmones dejaron de respirar, la  tristeza me hizo envejecer súbitamente, el acné juvenil se convirtió en cicatrices imposibles de cerrar, el tono rosado de mis mejillas se transformó en un color blanco enfermizo y las arrugas comenzaron a surcar mi cara por esa angustia contenida. Era una niña hecha mayor a marchas forzadas. Inocencia rota por el dolor. Dolor que no deja sentir. Sentimientos resquebrajados por el rencor. Escozor que solo me hacía odiar. Inquina idiota hacia ninguna parte.

Hoy iba a ser un buen día. Volver a sonreír. El ayer estaba olvidado. La tristeza miraba para otro lado. Esta mañana no caería de nuevo. Levantarse y volverse a levantar. Resbalar de felicidad.  La piedra no puede volver a caer en el charco cristalino. Es el momento adecuado. Los abismos ya no me asustan. Las tormentas estas lejos. Solo escucho el susurro de la lluvia tumbada en mi habitación. Es la hora de los valientes. Tengo algo pendiente. Una tarea atrasada de procrastinación. El miedo a abrir la puerta que dejamos entreabierta. Pero una galerna mental impedía que mis alvéolos se llenaran lo suficiente para ser capaz de volar un poco más alto. Delante de mí. Estaba lo único que él me había dejado. Una carta con mi nombre en el dorso. Alicia.

Me la dio mi tía Julia en el funeral. Justo después de que aquel cura me dijera aquella maldita frase. “La vida es un sufrimiento y estamos aquí con el único objetivo de unirnos a Jesús en una vida futura”. Yo le respondí furiosa. “Con Jesús estará su puta madre” Asustado dio un respingo y quiso darme un cachete como castigo. Mi tía se interpuso y me abrazo con fuerza. Yo me quede inmóvil como un muñeco de trapo con los brazos flojos.
No quedaba otra. Camino sin retorno. Algún día tendría que abrirla. Este viaje había que cerrarlo. Era necesaria abrir la maleta y colocar la ropa en el armario. Aquella era su letra. Ese trazo elegante y militar con un fino punto sobre la última i de mi nombre. Torpemente rasgue el papel y una cuartilla de un cuaderno se escurrió del sobre. La recogí del suelo nerviosa y solo pude leer la primera frase.

“Que todo acabe mal es una condición inherente al hecho de estar vivo.”

Que tremendo. Hasta para despedirse tenía una buena frase.

“Alicia, si estas leyendo esta carta, significara que ya no estaré a tu lado. Nunca fui un tipo sensible. Era mas de gestos que de palabras. Mas de fidelidad que de sonoridad. La dureza aplacaba todo posibilidad de que mis lagrimas llegaran a tierra. Necesito despedirme sin cortapisas. Sin concertinas que atrapen mis brazos antes de rodearte. Si hay una cosa por la que lamento dejar así esta vida, con la cama sin hacer, con todo sin atar, por la puerta de atrás y sin acuse de recibo es dejarte sola.”
Con los pulmones encharcados de dolor, no había hueco para que entrara aire  por mi nariz. Abrí la boca como un pez fuera del agua y golpee mi pecho en busca de que el desconsuelo saldría en forma de co2 . Fue entonces cuando vi esa  pequeña llave mellada pegada al papel con un celo transparente.

 “No tengo soluciones mágicas para esta vida.  Esta llave no abre ninguna puerta. No hay sorpresas. Solo quiero que la guardes. No esta rota. No estas sola. Une sus trozos. La puerta de la prisión está abierta. La luz volverá  a dar calor y los abismos volverán a dar vértigo.”

Las mejillas me arden. Mis ojos brillan. Siento orgullo. Lloro. No estoy triste. Soy infelizmente feliz. Nunca tantas lagrimas fueron tan dulces. Felicidad orgullosa de haberte conocido.

Las semanas pasaron como el aire que pasa entre las rendijas, hilvanando un leve silbido y meciendo suavemente las velas que hacen olvidar los recuerdos pasados. Arranque el motor con esa diminuta llave y aquí sigo en mi viaje.


 Avanzar y avanzar no queda otra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario