Cinco horas con el sol
acariciando mi piel. Atrás dejo las autopistas francesas; una vez más una
frontera queda a mis espaldas, una de tantas. Cambio de país en una monotonía
constante. Las nubes negras dan la bienvenida a este habitante de su destino y
turista de su antiguo hogar. La tormenta ocupa mi cabeza; comienza a llover.
Quizás algún día escampe; mientras tanto el ruido del agua al chocar con el suelo
me hipnotiza. Me acuerdo de esa frase de la película que tanto le gusta a uno
de mis mejores amigos: "nunca llueve eternamente"; eso decía Eric
Draven. Llueve. Solo llueve. Quizás solo sea ya el final de esta primavera
eterna en el lugar donde tantas cosas quedaron.
Han pasado doce horas desde que salí de casa
esta mañana. Coche de alta gama. Sin acompañantes. Pero bien acompañado. Sin nadie
que me despiste. Pero bastante despistado en mi vida. Mi compañero duerme en la
parte trasera. No habla, solo ladra, pero le entiendo mucho mejor que a
muchas personas que me rodean. Ellos
solo hablan. No escuchan. Hablan a borbotones. Sin pausa, sin mirarte a los
ojos, como autómatas. Esperan que seas como ellos. Que sigas en la rueda. Pero
yo ya he puesto un palo en el camino. Quiero saltar. Soy un escapista.
Escapista como Houdini. Escapo de un trabajo que no me aporta nada. Escapo de
una ciudad que me ahoga. Escapo y creo que a veces en la vida no hago otra cosa
más que escapar
Una vez que Euskadi me recibe como ella sabe, con su tiempo de
invierno en primavera, las primeras gotas chocan contra mi parabrisas. Veo como
van recorriendo el cristal de arriba a abajo hasta desaparecer. Un dia yo fui
una gota que decidió recorrer ese camino
y dar un salto al vacío hacia un país extranjero. La
crisis obliga a los jóvenes a seguir el mismo camino, pero yo lo hice por iniciativa propia. Nunca tuve miedo a los
cambios. Nunca hice caso a toda esa gente que me dijo: “¡Tú estás loco!”. Y
sinceramente no me arrepiento. No todo ha sido bueno. Pero estoy seguro que
todo lo bueno no estaba solo aquí. Tampoco creo que con mi escapada habría
evitado todo lo malo. Escapas de lo bueno, te acercas a lo malo. Te alejas de
lo bueno, y lo malo se acerca. Todo depende del número de cervezas que hayas
tomado y de cómo de dura sea la resaca física y vital.
Cada cierto tiempo regreso al punto de
partida. Soy el turista accidental. Accidentalmente desaparecí de vuestros dias
y algún dia me dejo caer por esta ciudad.
Vitoria cambia lentamente. Es una ciudad
pequeña. O mas bien un pueblo. Pero es mi pueblo, son mis amigos y como
decía Federico Luppi en Martin H : "Mi patria son mis amigos". Así que me veo como
ese expatriado que vuelve a su lugar de partida.
Ese monstruo con pies de barro se desplaza y
va engordando en forma de cemento.
El estomago de la ciudad ha explotado, y la
tripas e intestinos se han expandido sin
discreción por el ESTE y el OESTE en forma de estructuras de ladrillo de
colores. La mayoría de mis amigos viven en el OESTE. Es ese nuevo FAR WEST de
las películas de vaqueros donde los indios son las facturas, el sheriff es esa
cosa llamada amor y tu solo con tu caballo
intentas cabalgar en busca de un sitio en la vida. A todos ellos les
toco en su momento una bola de la loteria con su nombre. Esa bola rodo durante un par de años para
colocarlos en un pisito en un barrio dormitorio de las afueras de Vitoria. La
vida de pájaro libre sin ataduras se esfumo, pero con el
tiempo está claro que es la forma más sencilla de saltar del nido familiar a
una caseta de pájaro prefabricada con su agujerito
circular en la puerta y el logo del estado en el techo.
Yo decidí que mi nido no estaba aquí y como
ave migratoria cogí otro camino que me permitiera dirigirme a tierras más
cálidas, económicamente hablando. La ciudad cambia lentamente. Impasible. Y
parece que se ha comido algo nuestro. Se ha comido el entusiasmo de mis amigos.
Esas cosas pequeñas de la vida, se han sustituido por las grandes, donde las
parejas ocupan ahora un lugar importante
y siempre hay una excusa para no quedar a tomar una cerveza, pues la
obligación es mucho más fuerte que el querer.
Veo como tres torres de 15 plantas me
reciben. Antes esperaba a ver el cartel de Vitoria-Gasteiz para que las
mariposas del enamorado revoletearan en mi estomago. Pero desde la explosión de
las VPOs no me hace falta cartel. A treinta kilómetros de Vitoria por la
autopista Donostia-Gasteiz se ven “imponentes”, como si el skyline de una ciudad
financiera se tratara. Las torres de Salburua. Es entonces cuando suspiro y me digo “¡Vitoria!”. Demasiados recuerdos que
rebrotan. Los ojos brillantes. Miro hacia atrás por si acaso mi perro está
despierto. Es entonces cuando me aseguro que estoy solo y una lágrima recorre mi mejilla.