24 de Diciembre. Víspera de Navidad. Las caras tristes se
conviertes en falsas sonrisas. Las familias se juntan. Las dagas se guardan debajo
de la mesa. Todo parece estar en falsa calma. Pero solo hace falta el aleteo de
una mariposa para que la estabilidad familiar, que tiene su base sobre cuatro frágiles palillos, vuele por los
aires. Tu tío comienza a sacar las riñas de límites de tierras de hace veinte
años. Tu prima te dice la frase de todas las celebraciones: ¡Que raro que no te
cases ya, mira lo bien que estamos nosotros!, señalando la cara de su marido
que no para de rellenar su copa con las pupilas dilatadas. Tu tía recuerda que
ellos cuidaron al abuelo los últimos años y se merecían quedarse la casa del
pueblo. El cuñado de turno comienza a ser el personaje idiota que tiene que
opinar y saber de todo más que nadie en la mesa. Tu abuela en una esquina se atragante, se pone azul y
nadie le hace caso. Y en medio de toda aquella marabunta de gritos, improperios
y reproches, tu pobre madre pregunta si esta bueno el cordero y nadie le
responde. Rutina navideña. Que bonito es
ver a la familia por navidad y despellejarse comiendo unos langostinos baratos
y un cava peleón.
Hace cinco años que me aleje de esa maldita rutina. Los
momentos de felicidad se habían reducido a pequeñas excepciones, pequeños oasis
en una tierra seca y yerma. Llegó un momento en el que el futuro y pasado
dejaron de ser distinguibles: “mañana fue igual que ayer, ayer será igual que
mañana” Ese era mi lema de vida.
Salve el match-ball vital y escape de aquel final de
muerte. Pero ahora estoy en el siguiente nivel y a veces hace ilusión mirar atrás
y ver como le va a ese monstruo llamada rutina.
Salgo de Madrid con tiempo. Son las 15:00 y confío en
llegar a Vitoria en 4 horas, justo para tomar unos vinos con los viejos amigos
y volver un poco tocado a casa para aguantar a la familia. Viajo solo, ya que
he decidido que María no se merece pasar por este particular vía crucis
familiar. Tengo preparado mi listado particular de música que me va a acompañar
en este paseo hasta los orígenes.
Salida de Madrid con cielo despejado y rayos de sol que
limitan mi visibilidad. Tarareo una canción de Loquillo sin pudor: “Yo para ser
feliz quiero un camión”
Alcobendas. El cielo comienza a poblarse de nubes negras.
El sol se ha escondido. Bajo las ventanillas y destrozo una canción de Coque
malla: “Adios Papa, adiós papa, consíguenos un poco de dinero mas”
Somosierra. Unos nubarrones me hacen parecer que estoy
llegando a Mordor. Pero a mí no me importa nada. Gabinete Caligari a todo volumen y mi camino Soria se oye por
donde paso.
Aranda de Duero. Una lluvia fina no puede conmigo ni con
mi gramola musical de recuerdos. Calamaro y su salmón me provoca una luz húmeda
sobre los ojos. Siempre seguí la misma dirección, la difícil la que usa el salmón.
Lerma. Ya solo queda hora y media para mi destino y nadie
me puede parar. La lluvia fina se ha
convertido en tormenta y entre rayos y truenos la máquina de música continua.
Pereza sonando. Pienso en aquella tarde cuando me arrepentí de todo.
Y entonces llego el choque con la pura realidad. El mp3
se apaga. Ya no hay música. El ritmo se ralentiza y la velocidad de crucero
comienza a disminuir hasta que me veo inmerso en lo que parece un kilométrico
atasco a la altura de burgos.
Noto como mis manos se ponen rosas por el frio y las
gotas de lluvia comienzan a convertirse en generosos copos de nieve. Me
apresuro a poner la calefacción y después de unos minutos sin avanzar un metro,
comienzo a asustarme.
Pasan los minutos y esto no parece que avance. La gente
sale de sus coches para poner la mano sobre su frente e intentar divisar donde está
el fin de la cola. De repente el atasco parece disolverse y la maquinaria
comienza a rodar. Todo el mundo vuelve a sus coches. 20 por hora en el
velocímetro. A este paso llegare para los postres. Como me arrepiento que no
hubiera venido María. Después de una hora al tran tran, llegamos al cuello de
botella. Ya sé porque mi madre me decía “no mires”, cuando veíamos un
accidente. Visualizo como unos bomberos están abriendo con una rotaflex el
techo de un coche. Más adelante, sin cambiar la mirada, veo otro coche y dos
mantas térmicas amarillas sobre el suelo que cubren dos cuerpos. Un nudo en la
garganta me ahoga y estoy a punto de darme con el coche que va delante.
Volvemos a la velocidad crucero, pero mi mente no puede parar de pensar en lo
que acababa de ver. Veo mi rostro blanco por el retrovisor que no se recupera.
La nieve se vuelve más copiosa y los limpiaparabrisas trabajan a toda
velocidad. Aminoro la velocidad y decido viajar sin prisa. Lo importante es llegar.
Cuando llego a Briviesca mi visibilidad es nula. Parece
que soy de los pocos que ha decido circular con su coche esta noche. Solo veo
dos rodaduras sobre el asfalto que se van estrechando, hasta que solo veo blanco.
Voy abriendo camino como un quitanieves. Aminoro aun más la velocidad. Las
manos me sudan y me siento solo ante el peligro. Fuera hace mucho frio, pero la
ansiedad me provoca mucho calor. Aprieto fuerte el volante con mis manos y
comienzo a rezar por ese dios en el que nunca he creído. Si salgo de esta, te
juro que vuelvo a ir a misa los domingos. Me hace un extraño el coche, patino y
justo en un último instante consigo salvar el quitamiedos y vuelvo a
enderezarlo sobre la mitad de los dos carriles. Circulo sobre una pista de
hielo y no hay ningún quitanieves a la vista. Dudo si parar o seguir hacia delante,
pero hago como en la vida siempre escapada hacia delante. Veo un cartel que
pone Vitoria 95 kilómetros y suelto una carcajada nerviosa.
- “95 kilómetros no son nada”
Mientras rio, una
nueva placa se interpone en mi camino y las ruedas de verano de mi utilitario
no responden y cojo recto la pequeña curva que pretendía traspasar. Mi coche
cae por un pequeño terraplén. Cierro los ojos. Aprieto las piernas contra el
suelo y recibe un golpe seco. El cinturón me sujeta y me golpea como un
escorpión produciéndome un fuerte dolor en las costillas. Me quedo sin aire y
pierdo el conocimiento durante unos segundos. Al rato despierto aturdido con el sonido del claxon
sobre el que tengo la cabeza. Estoy bien. Estoy vivo. Suspiro. Resoplo. Grito.
Voy moviendo temeroso los dedos de los
pies, los tobillos, piernas, manos, muñecas y brazos. Me duele todo, pero no tengo nada
grave. Creo que me he roto algo en la pierna izquierda, pero el miedo no me
hace sentir el dolor. Parece que lo podre contar. Intento abrir la puerta, pero
está bloqueada. Pasan los minutos y no puedo hacer nada. Golpea las puertas con
fuerza y solo consigo unas ronchas rojas en las manos por el dolor. Gimoteo. Los ojos húmedos. Gritos. Pataleos.
Me cago en todos sus muertos. Vuelvo a patalear. Vuelvo a gritar. Noto un dolor
fuerte en la garganta. Golpeo con mi brazo el cristal, hasta que noto que mis
manos se entumecen y se quedan moradas.
Intento pasar a los asientos traseros en busca de una salida, pero
un grito de dolor me lo impide, algo en
mi pierna no va bien. Cada vez que intento moverme una punzada como un arpón me
hace gritar de dolor. Enfurecido como un loco comienzo a golpear el techo del
coche sin control. Solo consigo dolor. Dolor placentero. Dolor impasible. Dolor
sin solución. Muerto de cansancio, caigo derrotado y me desmayo.
Noto un zumbido en la pierna. Zuuuuu.Zuuuuu. Zuuuu. Es mi
móvil. Abro los ojos. Sigo vivo, pero mis dientes castañean, tengo las manos entumecidas,
me miro en el espejo y tengo los labios morados. Intento sacar el teléfono del
bolsillo del pantalón, pero mis dedos son como lanzas que no se doblan. Torpe golpeo con mis nudillos las teclas a través del pantalón y
consigo descolgar, es
mi madre:
- Tomas, ¿Dónde estás? ¡Que vamos a cenar ya!
- ...
- ¿Tomas?
-...
- Tomas, ¿estas ahí?.
- ...