“Se busca persona tranquila. Buen compañero, activo,
inteligente y deportista, pero que no sufra con la derrota”. Nada más. Malditos anuncios de empleo. Parece más bien
un anuncio de chico busca chica. Pero no tenía nada mejor que hacer y estaba
harto de los trabajos de comercial a comisión. Eso sí que era una derrota
constante y sufrida.
Llegue a aquel edificio acristalado y una señorita me indico que esperara en un
sofá de eskay. A los pocos segundos apareció Jesús, mi mentor, me estrecho la
mano y en cinco minutos era uno más de la empresa.
En tiempos de crisis solo queda como herramienta de lucha
una sonrisa. Solo queremos momentos felices. La gente tiene que olvidar sus
problemas. Yo soy feliz el día que gano algo. No por el premio. Solo por el
mero hecho de ganar. No te das cuenta, que la gente sonríe cuando le llega una
carta al buzón en la que pone: “Has sido premiado”. No importa cual sea el
maldito premio. Pero yo he ganado y tu no.
Incluso sonríen cuando les llega un email a su correo con la palabra
sorteo. Ha entrado en el sorteo de un viaje a ninguna sitio interesante con
nada que hacer. Pero yo quiero ir. Y si
me toca a mí, voy a ser más feliz que tú. No te das cuenta que tu hermano dormía
feliz cuando te comía esa ficha en el parchis o te ganaba al mus con un ordago en
la última partida. La gente quiere olvidar a su jefe, su hipoteca, los gritos
de su mujer, los ronquidos de su marido, los deberes de sus hijos, los dolores
de cabeza, no llegar a fin de mes. Todos buscan una vía de escape, disfrutar de
una sonrisa con la victoria aleatoria al juego menos interesante ante el rival
que menos importe. Pero ese día miraran al techo de su habitación y dirán: “!He
ganado!”.
No entendí nada lo que me dijo Jesús. Pero el discurso me
entusiasmo. Estaba harto de intentar verdes bikinis a esquimales y abrigos de
vison a veganos en verano. Cuando Jesús me puso el contrato delante de mí y me
dijo: ¡Salta! Yo respondi: “¿Hasta donde?” Sin pensar. La suerte estaba echada. No había marcha atrás.
Empecé con trabajos esporádicos por horas. Solo tenía que
presentarme los martes y jueves en las pistas de tenis y jugar contra rivales
que no conocía. Me lo podía haber tomado como el resto de trabajos de mi vida.
Con plena apatía. Pero me gustaban las películas épicas. Siempre empezaba
fuerte. Tiraba mis mejores reveses. Grandes mates. Dejadas a la red. Notaba la
cara de desesperación del rival. Pero poco a poco me iba deshaciendo como un
azucarillo en el café. Mis errores aumentaban. La sonrisa del rival iba en
aumento. No era un sparring que se dejaba ganar. Era un ganador que sabía que
punto fallar para que ese deportista de
sofá se viniera arriba. La tensión siempre estaba asegurada. El rival ganaba,
pero sudando la gota gorda y notando que había tenido un enemigo que le había
podido vencer. La victoria sufrida es más victoria.
Las mujeres de mis rivales llamaban a la empresa y
preguntaban que había pasado ese día, que su marido no había hablado de trabajo
y estaba encantador. Jesús me programaba
más y más partidos y yo veía la luz con mi trabajo. Nunca sentí una derrota tan
sabrosa. Nunca saboree como en este trabajo los fallos. Nunca ser un perdedor
nato en la vida me había servido para triunfar como ahora.
Pasado un mes ascendí
a la sección de juegos de equipo. Y como siempre cuando no todo depende de ti,
la derrota se hacía más complicada. Siempre me encontraba con compañeros de
empresa que no sabían perder y que no acompañaban con sus instrumentos en
nuestra sinfonía de fallos. Siempre tenía que ir como un bombero apagar el
fuego de la victoria para hacer ese penalti absurdo en el último segundo. Para
cometer esa falta técnica en la bombilla del campo de baloncesto que incitaba la remontada del equipo rival. Siempre mandaba
repetidas veces la pelota contra el cristal en la pista de padel cuando veía
que mi compañero se venía arriba contra su antiguo amigo que le quito una
novia. Siempre surgía un problema que se interponía hacia la derrota y siempre
aparecía yo y lo solucionaba para perder. La leyenda empezó a crecer. Yo era el
perdedor ideal que siempre llevaba a su victoria.
Pero todo cambio cuando llegue a la última planta de la
empresa. La que daba dinero de verdad. La que estaba cerca de las personas que
manejaban billetes. El primer mes te llevan a partidas de ajedrez, parchis,
monopoly y yo seguí con mi estela de
perdedor luciendo en mi cielo estrellado de derrotas. Pero mi ascenso meteórico
se encontró con el peor de mis rivales. Los juegos de azar. Solo tenía
que conseguir que mis rivales en los casinos ganaran una partida para que no se
hundieran y siguieran jugando. En un principio todo iba bien. La derrota
parecía pegada a mi sombra. Pero llegó un largo mes de victorias. Siempre
ganaba al negro en la ruleta. Y si cambiaba al rojo, lo que veía negro era mi
futuro en la empresa. No había salero que derramar. Siempre me llegaba la
maldita 7 y 1\2 cuando me jugaba todo a una carta. No había escalera por la que
pasar por debajo. Siempre aparecía otra escalera, pero esta vez de color que ganaba
al full en el póker. No había gato negro que me parara. Siempre conseguía ese maldito 21 al
blackjack. No había paraguas abierto bajo techo que me detuviera. La suerte me
visitaba cada día en este trabajo de perdición.
Jesus me ha dado un ultimátum. Ya no cree en mí. Hoy es mi
última oportunidad. La buena suerte me acecha. He pasado a la sección de
actividades de alta riesgo. Me ha dicho que solo los valientes aceptan estos
trabajos. Mi cuenta de ingresos esta en rojo. Noto un sudor frio en la espalda.
Ha llegado mi turno. Solo tengo que confiar en mi mala suerte. Un ucraniano
sudoroso acaba de mostrar la suya y ha pegado un grito liberador. Solo tengo
que perder y mi leyenda resurgirá de nuevo. Coger el revólver y apretar el
gatillo. Pasados unos segundos decidiré si he tenido buena o mala suerte.