Mi padre no
existió. O eso me han hecho creer. Mi figura paterna fue él. Sus manos largas y
arrugadas me abrazaban cuando salía del colegio. Su olor agrio a tabaco. Su
barba blanca rozando mi mejilla. Su americana de pana con coderas. Los
mocasines sin cordones y un pañuelo de seda al cuello. No recuerdo su sonrisa.
Solo olores, rozaduras y palabras. “Esos luceros respingones que no lloren
nunca”: me decía con su voz ronca. Ducados, disciplina e historias sin fin. No
era cariñoso, pero la ternura se le caía de los bolsillos. No era divertido,
pero me hacía reír. No era mi padre, pero le necesitaba.
Corrí con mi
traje de domingo y solo quise buscar los brazos de la única persona que me
comprendía. Mi confidente. Mi vida. Mi consuelo. Habitación 321. 3, 2,1
sorpresa y estas de nuevo conmigo.
Llegue con el corazón latiendo a toda velocidad, me acurruque sobre su
cama y le dije que le echaba de menos, que por favor no nos dejaras. Que todo
iba a salir bien. Que te esperábamos en casa, con la mesa puesta, con el mantel
de flores que tanto te gustaba. Comeríamos todos juntos y seriamos felices.
Seriamos lo felices que podríamos ser. Intentaríamos ser felices. Lágrimas
silenciosas recorrían mis mejillas. Surcos de fuego helado erosionaban mi
blanca epidermis. No podía llorar. Tenía que ser fuerte. No me moví de allí.
Como el perro que esta junto a su amo. Esperaba esos segundos diarios de
lucidez. Ese instante en el que notaba que el volvía a estar allí. El regreso
al pasado en el que las piezas siempre encajaban.
Hace tiempo
me contaste una historia. En los tiempos de tormenta hasta los árboles más
grandes caen. En la vida hay que ser como las palmeras. Parecen frágiles. Pero
ante la tempestad se doblan. Amortiguan las embestidas. Se doblan. No se
redoblan. Aguanta. Te lo repito todos los días estrujándote la mano. Se que me
escuchas. Noto como tus pulsaciones suben. Se me eriza la piel. Solo puedo
pensar en la siguiente aventura que me tienes que contar.
Cuando sus
pulmones dejaron de respirar, la
tristeza me hizo envejecer súbitamente, el acné juvenil se convirtió en
cicatrices imposibles de cerrar, el tono rosado de mis mejillas se transformó
en un color blanco enfermizo y las arrugas comenzaron a surcar mi cara por esa
angustia contenida. Era una niña hecha mayor a marchas forzadas. Inocencia rota
por el dolor. Dolor que no deja sentir. Sentimientos resquebrajados por el
rencor. Escozor que solo me hacía odiar. Inquina idiota hacia ninguna parte.
Hoy iba
a ser un buen día. Volver a sonreír. El ayer estaba olvidado. La tristeza
miraba para otro lado. Esta mañana no caería de nuevo. Levantarse y volverse a
levantar. Resbalar de felicidad. La
piedra no puede volver a caer en el charco cristalino. Es el momento adecuado.
Los abismos ya no me asustan. Las tormentas estas lejos. Solo escucho el
susurro de la lluvia tumbada en mi habitación. Es la hora de los valientes.
Tengo algo pendiente. Una tarea atrasada de procrastinación. El miedo a abrir
la puerta que dejamos entreabierta. Pero una galerna mental impedía que mis alvéolos se llenaran lo
suficiente para ser capaz de volar un poco más alto. Delante de mí. Estaba lo
único que él me había dejado. Una carta con mi nombre en el dorso. Alicia.
Me la dio mi
tía Julia en el funeral. Justo después de que aquel cura me dijera aquella
maldita frase. “La vida es un sufrimiento y estamos aquí con el único objetivo
de unirnos a Jesús en una vida futura”. Yo le respondí furiosa. “Con Jesús
estará su puta madre” Asustado dio un respingo y quiso darme un cachete como
castigo. Mi tía se interpuso y me abrazo con fuerza. Yo me quede inmóvil como
un muñeco de trapo con los brazos flojos.
No quedaba
otra. Camino sin retorno. Algún día tendría que abrirla. Este viaje había que
cerrarlo. Era necesaria abrir la maleta y colocar la ropa en el armario.
Aquella era su letra. Ese trazo elegante y militar con un fino punto sobre la
última i de mi nombre. Torpemente rasgue el papel y una cuartilla de un
cuaderno se escurrió del sobre. La recogí del suelo nerviosa y solo pude leer
la primera frase.
“Que todo acabe mal es una condición inherente
al hecho de estar vivo.”
Que tremendo. Hasta para despedirse tenía una
buena frase.
“Alicia, si estas leyendo esta carta,
significara que ya no estaré a tu lado. Nunca fui un tipo sensible. Era mas de
gestos que de palabras. Mas de fidelidad que de sonoridad. La dureza aplacaba
todo posibilidad de que mis lagrimas llegaran a tierra. Necesito despedirme sin
cortapisas. Sin concertinas que atrapen mis brazos antes de rodearte. Si hay
una cosa por la que lamento dejar así esta vida, con la cama sin hacer, con
todo sin atar, por la puerta de atrás y sin acuse de recibo es dejarte sola.”
Con los pulmones encharcados de dolor, no había
hueco para que entrara aire por mi
nariz. Abrí la boca como un pez fuera del agua y golpee mi pecho en busca de
que el desconsuelo saldría en forma de co2 . Fue entonces cuando vi esa pequeña llave mellada pegada al papel con un
celo transparente.
“No
tengo soluciones mágicas para esta vida.
Esta llave no abre ninguna puerta. No hay sorpresas. Solo quiero que la
guardes. No esta rota. No estas sola. Une sus trozos. La puerta de la prisión
está abierta. La luz volverá a dar calor
y los abismos volverán a dar vértigo.”
Las mejillas me arden. Mis ojos brillan. Siento
orgullo. Lloro. No estoy triste. Soy infelizmente feliz. Nunca tantas lagrimas
fueron tan dulces. Felicidad orgullosa de haberte conocido.
Las semanas pasaron como el aire que pasa entre
las rendijas, hilvanando un leve silbido y meciendo suavemente las velas que
hacen olvidar los recuerdos pasados. Arranque el motor con esa diminuta llave y
aquí sigo en mi viaje.
Avanzar
y avanzar no queda otra.