50 años de clausura. Clausuradas en vida. Maria, Marta,
Carmen y Asunción. Emociones clausuradas. Emociones nunca vividas. Emociones
por vivir.
50 años juntas.
Juntas en el desconocimiento. Juntas en la ignorancia. Juntas hemos vivido,
juntas vivimos y juntas moriremos.
solución. Buscando esa
luz blanca al final del túnel que nos hiciera unirnos a él.
50 años encerradas entre estas 4 paredes. Nuestra oscura
habitación como única compañera. Esperando nuestro gran momento que no llegaba.
Esperanzadas en que tanto sufrimiento culminara en un final feliz.
50 años de voto de pobreza. Pobreza material. Riqueza espiritual. Pobreza
emocional. Riqueza de amor no correspondido. Maldita riqueza. Nuestro final no parecía que iba a cambiar
más allá de nuestra rutina diaria.
50 años orando a Jesús. Esa cruz sobre
nuestras camas como única decoración. Esa cruz pesada sobre nuestras espaldas
que no nos dejaba caminar más allá de los pasillos del convento
50 años. El camino estaba escrito y no habíamos podido
decidir nada. Nada nos retenía en aquel lugar, pero nada nos motivaba a saltar
ese muro de contención y rigidez. Nada
nos imponía abandonar aquel lugar, pero un semáforo en rojo vital nos hacia
mantenernos inmóviles, impávidas, con un rictus serio ante la vida. Y lo más
triste es que a ninguna nos parecía mal aquello que vivíamos. Toda muestra de
alegría era reprimida por nuestra madre superiora. Aquel cruce de manos bajo la
mesa. Aquellas caricias en la mejilla. Esa carcajada a destiempo. Toda muestra
de color era neutralizada. Todo aquello que rompiera la uniformidad gris de
nuestras vidas era devorada por la censura de este “dios” en el que creíamos.
Pero algo sucedió en
nuestras vidas. Jose nuestro jardinero y único hombre que habíamos visto en nuestros
50 años de vida murió súbitamente
mientras cortaba el césped del jardín.
Nunca imaginamos que tan triste suceso traería tantos cambios
a nuestra vida. Apareció la figura que nos haría cambiar el camino de baldosas
amarillas en el que estábamos inmersas. Jesus. Si nuestro Jesus al que tanto
habíamos rezado se hizo hombre y vino a visitarnos para cortar el césped todas
las semanas. No era Jesús de Nazaret. No nació por iluminación divina. Era
Jesus el hijo de Jose como el de la biblia, pero este José no era carpintero.
Era el hijo de nuestro difunto jardinero. Para nosotras era caladito al Jesús,
con sus sandalias, con su mono, con su barba y con su amabilidad y cercanía.
Este Jesus fumaba, soltaba tacos y despotricaba de este mundo en el que
vivíamos, pero nuestro cerebro deformaba la realidad perfilando las aristas de
este Jesús, escondiendo sus defectos, ensalzando sus virtudes y cada dia íbamos
moldeando en nuestra cabeza un personaje idílico que siempre habíamos soñado
conocer y que parecía que nunca iba a llegar.
El primer dia que apareció en el convento vimos que aquella
relación no iba a ser normal. Aquel chico aterrizo como un elefante en una
cacharrería. ¡Hola Hermanas, soy Jesús el hijo de José! ¿Donde estas esos ángeles
a los que hay que podar las alas?, fue lo primero que soltó aquel socarrón
personaje acompañado de una sonora carcajada.
Fue saludando a cada
una de las monjas del convento con la que se encontraba. Un apretón de manos.
Soy Jesús el hijo de José. Todo seguido de dos besos y un fuerte abrazo. Todas
nos quedábamos estupefactas, diciendo, ¿esto que es? Acostumbradas a José ese
hombre parco en palabras, con el que nunca hablábamos y al cual veíamos en la
distancia, aquello nos pareció toda una revolución. El me abrazo y note esa
mezcla de olor a sudor masculino y tabaco que se quedo en mi mente todo el dia.
Nuestra relación con Jesús pasó por 3 fases.
La primera fase fue la de “Que cosas dice Jesús”. Jesús
nunca callaba. Los momentos en silencio eran incómodos. Todo tenía que ser
rellenado por palabras. Jesús no tenía secretos. Jesús era una puerta abierta
por las que las palabras salían a borbotones. Jesús lo contaba todo. La palabra
de Jesús llegaba a todos los sitios.
-“Hermana, pues ayer salí y ligue. Esta mañana me he
levantado acompañado. La tiene que conocer hermana”
-Que cosas dices Jesús.
- “Hermana hay que movilizarse, hay que acabar con este
mundo dominado por los bancos. ¿Dónde tiene los ahorros hermana?
- Ay Jesús, nosotros no necesitamos dinero.
-Le tengo que contar una cosa hermana, ayer en un sueño le
vi a usted y no llevaba ese traje tan recatado.
- Ay Jesús, como te oiga la madre superiora.
- “¡Hermana, ayer fuimos a una manifestación y tiramos
piedras a la policía! Eran ellos los que nos provocaron se lo juro. Yo soy pacifista, hermana. “
-Jesús ten cuidado
La segunda fase fue
la de “No me lo puedo creer”. Tras la etapa en la que Jesús era el que hablaba,
el que contaba, el que monopolizaba la conversación. Llego el momento de
preguntar. Preguntas nunca realizadas. Preguntas nunca imaginadas.
-¿Qué no has visto nunca el mar, hermana? No me lo puedo
creer.
- ¿Qué no sabéis lo que es internet? Pero como vivís sin
google hermana.
-¿Qué nunca ha estado
con un hombre? ¿Pero esto que es hermana? Usted es de piedra. ¿Tienen duchas frías
en el convento o qué?
- ¿Qué nunca ha comido por comer? ¿Comprar por gusto? ¿Derrochar
sin sentido? Con ustedes el corte ingles se hunde hermana.
- ¿Qué nunca ha bailado una canción a todo volumen? No me lo
puedo creer hermana.
Tras la fase de conocimiento mutuo, llego la última fase y
decisiva en esta historia. La tercera fase. La de “Esto tenemos que
solucionarlo”.
- ¿Qué la madre superiora castiga a la que le
lleva contraria? Esto es una dictadura
- ¿Qué no podéis tener ni tele ni radio en
vuestros cuartos? Pero esto que es.
- ¿Qué no podéis leer novelas románticas? Pero
esta madre superiora que se piensa. Voy a ir hablar con ella.
- ¿Qué no podéis recibir visitas de vuestros
familiares? En la cárcel se vive mejor hermanas.
-
¿Qué no podéis salir del convento? ¿Y vosotras
que opináis? Esto tiene que cambiar.
Nunca nadie nos hizo reflexionar de esa manera. Nunca nadie
nos animo a romper las reglas. Nunca nadie nos dijo que nuestros sueños se
podían hacer realidad. Pero eso cambio cuando conocimos a Jesús. La bola se fue
haciendo más y más grande y comenzó a descender sin frenos por un desfiladero
que solo nos encaminaba a un final: la huida de aquel maldito convento. Jesús
lo ideo todo. Aquella noche Marta se
encargaba de la cena y súbitamente por gloria de Jesús deposito un fuerte
tranquilizante en la cena de la madre superiora. Carmen se encargo de acompañar
a aquella desconcertada anciana a la cama. Asunción se encargo de sustraer las
llaves del viejo mercedes que el obispado guardaba inmóvil en las cocheras del
convento. Y yo María. Casualidades de la vida. María. Como la madre de Jesús.
Le abrí la puerta del convento. A las doce horas exactas oí como Jesús golpeaba
con sus nudillos el portón de entrada. Yo temerosa abrí la puerta y respire profundamente al
recibir ese olor a tabaco que desprendía Jesús. Nuestro Jesús había llegado.
Hemos parado en una gasolinera a 150 km de nuestro punto de
partida. Todas las demás están con Jesus. Pero yo me he quedado fuera. Necesito
respirar. Ver desde fuera el milagro. Reflexionar si estamos siguiendo a ese
hijo de dios verdadero al que tanto hemos rezado. Un sudor frio me recorre la
espalda y presiento que algo no hemos hecho bien. Miro al cielo, cierro los
ojos y antes de entrar en la cafetería de la gasolinera me santiguo en busca de
una señal que me diga que vamos por el bien camino. Veo a las 3 hermanas en un rincón, sentadas
en una vieja mesa de madera con unas sillas de eskay a juego.
Jesus preside la mesa y las hermanas no paran de reír a cada frase que sale de
de su boca. Me escondo el crucifijo que llevo en el cuello, sonrió y digo incorporándome
a la conversación.
-“Jesus, que suerte que te hemos encontrado”