Los rayos asesinos de la fatalidad cayeron sobre la persona que
menos se lo merecía. La melancolía siempre fue mas fuerte que la esperanza. La
nostalgia siempre ponía la zancadilla a la certidumbre. La letanía hacia girar
lentamente las agujas del reloj. Una lluvia fina siempre mojaba sus hombros
descubiertos. Sus lagrimas de rocío deslizaban por sus brazos besando sus
muslos antes de chocar contra el suelo. Sus frágiles huesos absorbían la oquedad del desconsuelo como ese solitario pararrayos que soporta las
embestidas de las tormentas. La orfandad
de nunca haber recibido un beso en el momento oportuno. La ubicuidad
omnipresente de siempre acertar a fijar tus pies en el sitio menos adecuado.
Por su sangre corría magnetita que atraía el quebranto de los que siempre
estuvieron abajo. Pocas veces la vi sonreír. Los músculos de su cara se
confabulaban para nunca ejecutar la mueca de una sonrisa. Ella quería declamar sus versos de alegría,
pero el musculo depresor de la boca siempre apalizaba al musculo orbicular del
ojo y el resultado era un perfecto rictus de tristeza que rimaba con la dureza
de su mirada. A su paso solo se oía un rugido mudo. Un ruido sordo de
tribulación. Un suspiro ahogado de redención. Un zumbido molesto de desamparo.
El sollozo del refugiado que nunca encuentra su casa. La apatía del que no
espera nada en la vida. La oportunidad perdida del que jamas fue valiente
para asaltar la banca. La respiración hueca
del que inhala su vida con la esperanza de que sus alvéolos nunca se llenen lo
suficiente para ser capaz de volar un poco mas alto.
Nunca llueve eternamente. La gota fría se apaga. El nadador de
la calle del medio llega a tocar la pileta con sus manos sin hundirse. Se
olvida de ser un eterno naufrago sin una isla en la que yacer. La ternura supera
las manos de lija de los malos. Los poetas consiguen al fin encadenar
dos versos sin borrón. Las caricias apabullan a las miradas que esquivan los ojos de ratón de laboratorio. Las
promesas necias se sustituyen por un: ¿Estas bien?. Y entonces ella empieza a
levantar la mirada. Dejar de ser invisible. Sus huesos pesan de nuevo y las
ráfagas de viento no le hacen vagar a la deriva por las calles. Un par de alas
aparecen en sus costados. Solo queda volar. Dos palabras salen al fin de su
boca, como esa fiera herida que siempre estuvo refugiada en la cueva de la
soledad. SE ACABO.