Pasados los excesos de la guerra de langostinos, sobrellevadas
las batallas de cordero aderezado con vino tinto, superados los ataques epilépticos
por tanto centelleo de luces y olvidadas las tardes de omeprazol con mantita lamentando
ese último trozo de tarta que no deberías haber aceptado, las hojas del
calendario se arrodillan con sumisión y el tiempo parece escaparse entre tus
manos como esa gota de sudor que se escurre entre tus torpes dedos. Los días
pasan sin pena ni gloria. Llega un momento en el que el futuro y el pasado
dejaron de ser distinguibles. Mañana fue igual que ayer, ayer será igual que
mañana. Pasada la glaciación, los días se amplían, las tardes se vuelven
luminosas y llama a nuestra puerta la temida astenia primaveral. Procrastinación
continua. Los lunes al sol. Las tardes
sentado en aquel banco del parque. Viendo la vida pasar. Entre niños, jóvenes
imberbes y abuelos con bastón. Vida a ritmo de caracol. Actor secundario entre
actos sin texto.
La niña de las trenzas salta por el tobogán mientras su
madre lee la diezminutos en el banco contiguo. Una y otra vez. En un bucle
continuo. En un frenesí que no tiene fin. Aparecen recuerdos de mi vida de
ratón. Siempre girando la rueda dentro de la jaula. Sin destino, ni dirección,
pero sin parar de escapar. Algún día te cansaras y te parecerá más divertido no
saltar.
A la derecha dos ancianos repiten el mismo mantra: “En mis
tiempos no hubiera pasado esto. Hubiéramos quemado la ciudad”. Disimulo haber escuchado las notas de
rebelión. Busco mejor acomodo a mis huesos y estiro mis piernas buscando un
mayor confort en mi oficina sin paredes. “Mira ese ahí tirado, normal que les
pasen por encima”. El tirado era yo. No reacciono. Mi única respuesta es subir
un poco más el volumen de mis cascos. Un poco de ruido me vendrá bien para
despejar la mente. Igualito que el pirómano
que echa un poco más de gasolina para apagar su sed. Mismas soluciones. Mismos
problemas.
Unos chavales con un perro se sientan en el cubículo contiguo.
Son conocidos. Son ruidosos. Y son muy pesados. Entre los 4 no juntan tres
neuronas. Uno de ellos se acerca y me pide un papel. Miro en mi bolsillo y le
doy mi librillo de OCB. Esta entero. Hay que permitir que los jóvenes se
desahoguen. Con un ruido gutural y un ademan con la mano le indico que no me lo
devuelva. Suficiente jodido tienen el porvenir. Pesimismo en papel de plata.
Veo pasar a mi vecino Alfredo, el militar. En sus tiempos
mozos nos perseguía con una vara cuando la liábamos por el barrio. Hoy su
mirada se ha apagado. Solo le veo caminar de su casa al bar y del bar a su
casa. Su única compañía es un vaso siempre medio vacío y esa tragaperras donde
ahoga sus penas. Le mando un saludo castrense juntando dos dedos y llevándolos
a mi frente. Recibo el silencio por respuesta.
La pierna me vibra. Mi personalidad hipocondríaca solo
piensa en un ictus. Una vez que la sangre me llega al cerebro detecto que el
culpable es mi vetusto móvil Nokia. Pantalla monocromo. Falto de luz y color.
Como mi vida. Me avisa que sigo vivo, la mala noticia es que he recibido un SMS.
Eso me recuerda que tengo que actualizar las redes sociales que nunca tuve.
Normal que no triunfe en la vida. Son solo dos palabras. Tenemos que hablar.
Botón de borrar. Siempre fui un tipo poco valiente. Para que quieres afrontar
los problemas si puedes mirar para otro lado.
Unos niños juegan con un balón. Han puesto sus jerséis como
portería. Me acerco y les digo. ¿Os hace falta uno más para echar un partido?
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