Caminos divergentes. Vasos
comunicantes. En la universidad un profesor me explico una vez que en lo más
pequeño de la materia se encuentran los electrones y los protones, unos con
carga negativa y otros con positiva, polos opuestos que se atraen, fuerzas que
les hacen mantenerse juntos. Nuestras vidas seguían un camino parecido. Vidas
paralelas. Vidas separadas. Tu a la derecha, yo a la izquierda, nos juntamos en
la siguiente parada, para despedirnos en una larga pausa de un par de años. Tú cogiste
una carretera comarcal, yo la autopista hacia la gran ciudad. Todo era el comienzo de una despedida.
Una bienvenida con sabor a adiós. Un adiós que siempre deseábamos que fuera un
hasta luego. Un hasta luego que iba seguido por un ¿Qué haces tu por aquí?
La primera vez que tuve constancia
de que te necesitaba fue con doce años. Bárbara y Leo. Leo y Bárbara. Leones con
barba. Barbaros lectores. Nos hacían gracia nuestros nombres y en los momentos
de tedio creábamos historias con ellos. Leo entraba al bar con una vara. Los
leones con barba se comían a leo de forma bárbara. Es bárbaro aquello que leo
sobre Bárbara.
Era el tercer año que nuestros
padres, amigos de la infancia como comenzábamos a ser nosotros, compartían un
sencillo bungalow en un camping de la costa levantina. Eran tres semanas de libertad. Libertad vigilada en un recinto de
1000 metros cuadrados, solo éramos esclavos de nuestra imaginación. Nos sentíamos pájaros libres lejos de nuestro nido y siempre volábamos
juntos.
Ese septiembre volví a casa y
sentí que algo me faltaba. Las
luchas en la arena por ver quien llegaría a tocar antes las olas del mar. El
despertarme por la mañana y ver como tus grandes ojos verdes me miraban y me
decían: ¿Estas despierto? Yo me hacia el dormido, y tú insistente me hacías
cosquillas hasta que ya no podía aguantar mas y una atronadora carcajada hacia que
empezáramos felices el día. El pasar las horas con juegos en el que los únicos protagonistas
éramos tu y yo. No nos hacía falta nada más. El mirarnos a los ojos fijamente
para ver quien era el primero que desviaba la mirada. Siempre lo intentaba,
pero mi infinita timidez me superaba, era yo siempre el que dirigía mis ojos al
suelo, mi cara se ponía roja y tú te reías. ”Leo no aguantas las miradas bárbaras”:
me decías al mismo tiempo que tu mano recorría mi cabello. Notaba como sus dedos
iban rozando mi frente y pasaba entre mi pelo erizándome la piel. Yo me quedaba quieto como una estatua
esperando mi recompensa, nunca un perdedor fue más feliz, nunca la timidez tuvo
tanta recompensa, nunca acciones tan insignificantes tuvieron tanta
trascendencia en mis recuerdos. Ese verano fue especial. Bárbara dejo de ser Bárbara,
paso a ser “MiBarbara”, todo junto y sin separaciones.
La vuelta a la rutina después del
verano se hizo más dura de la habitual y no hice mas que contar los meses,
devorar los días que faltaban, acelerar el tiempo para que volviera a ser
verano. Necesitaba que las agujas del reloj fueran más rápido, que los minutos
tendrían 30 segundos, que las semanas fueran de 5 días y todos los meses fueran
tan cortos como febrero.
No volví a ver a Bárbara, fue la
primera de una larga lista de separaciones. Nuestros padres discutieron y
nosotros sufrimos el daño colateral de la incomunicación de nuestros
progenitores.
Nuestros caminos comenzaron a separarse
a medida que los años iban pasando. Yo ciencias. Ella letras. Un poco
paradójico llamándome Leo. Yo cuadrado. Ella espíritu libre. Yo tímido. Ella la
chica más popular. La grieta que separaba nuestras vidas se iba haciendo más y más
grande. Nuestra relación quedo limitada a un hola y adiós. Hasta que un día al
cruzarme contigo, no me dijiste ese lacónico hola al que estábamos acostumbrados y me soltaste, ¿Que tal Leo?, ¿cómo va todo?
Yo como hombre de costumbres respondí con el habitual hola y seguí mi camino.
Creo que mi falsa indiferencia, que realmente era un miedo atroz a mirarte a
los ojos, creó una atracción en ti y no hiciste desde entonces más que
perseguirme. Era un juego para ti, el juego del gato y el ratón. Yo era tu ratón
blanco de laboratorio al que hacías todo tipo de perrerías. Te hacia gracia mi
inmensa timidez y disfrutabas conmigo poniéndome en aprietos. Jugueteando con
la tira de tu sujetador mientras me hablabas me ponía más y más nervioso y solo
pensaba en salir corriendo y dar patadas a las paredes de impotencia. Siempre iba a ser un ratoncillo, nunca
iba ser ese león que ruge y que la gente
se aparta al pasar.
Vivíamos en la misma ciudad. Teníamos la misma edad. Estudiábamos en el mismo
instituto. Pero creo que nuestras vidas no confluían, eran vidas paralelas que
no se podían cruzar, vivíamos en mundos alternativos y raras veces parecían
conectar. Todo siguió igual hasta que apareció el alcohol, bendito alcohol, que
rompió esa barrera invisible que nos separaba. Fiesta de graduación. Yo solo
pensaba en retirarme a mi casa, en abandonar ese lugar en el que me sentía
fuera de lugar, sentado en un sofá con un vaso de algo parecido a alcohol
aprovecho que mis amigos no me vigilan y abandono el ruidoso pub en el que agotábamos
los últimos momentos de la noche. Es entonces cuando nuestras vidas vuelven a
unirse. Bárbara. “MiBarbara” está sentada en un portal, más que sentada,
dormida, creo que ella si que ha aprovechado la barra libre. Miro a izquierda y
derecha y no veo a nadie, y me digo es el momento de que te conviertas en León.
Me siento al lado suyo y le doy sutilmente con mi mano en el hombro. Ella ni se
inmuta. Me digo tienes que rugir, deja ya de ser un pobre ratón. Poso mis dos
manos sobre sus hombros y la zarandeo sin pensarlo, ella abre los ojos y hace
un amago de arcada. Me veo de nuevo convertido en un ratón blanco y preparo mi
huida, pero ese principio de ataque líquido se queda en un bostezo. Ella me
mira extrañada dudando que hace ahí y me dice: “Leo, eres Leo”. “Lo bien que lo
pasamos de pequeños”. Me abraza cariñosa y noto como sus labios chocan contra
mi cuello. Yo sonrío. Bárbara que bien hueles, como me gusta tu calor, tus
manos sobre mis hombros. Bárbara y Leo están de nuevo juntos. Pero el momento
se ve cortado cuando un suave silbido sale de su nariz. Se ha dormido. Se ha
dormido y no me ha dado tiempo a devolverle el beso, esta claro que los ratones
no pueden rugir. El partido no tiene una segunda parte, una amiga de Bárbara
viene corriendo en su rescate y de
repente vuelvo a ser ese actor secundario que tuvo ese momento de gloria. Me convierto
en el hombre invisible. Hago aspavientos con los brazos. ¡Bárbara estoy aquí!
Pero nadie me hace caso. El momento se acabo, mis 15 minutos de Gloria a lo Andy
Warhol se difuminan y decido coger el bus nocturno en busca de mi querida cama
en la que poder descargar mis lagrimas de cocodrilo
Yo seguí con mi vida de ratón.
Ratón de laboratorio. Creo que mimetice mi papel y estudie biología. Hice mi
tesis en un tratamiento experimental para eliminar la diabetes y miles de ratoncillos blancos, como yo, sufrieron
mis pruebas. Era una especie de terapia, me permitió por una vez en la vida
experimentar el papel de verdugo y abandonar mi rol perpetuo de triste
condenado a muerte.
Bárbara se quedo en la ciudad y
creo que estudio Bellas Artes. Nada más supe de ella, un telón de acero separo
nuestras vidas y la frialdad de la distancia congelo nuestros sentimientos. Hasta
que un día de visita baje del autobús con mi maleta y me encontré de frente con
unos ojos conocidos. En un primer momento dude, pero en seguida vi que era
ella. ¿Bárbara? ¿Eres tu Bárbara? Sus ojos brillaban. Levantó su mirada aturdida
y me dijo. ¿Leo? Esperaba una sonrisa, un ¿qué tal Leo?, un beso en la mejilla,
pero ella rompió a llorar. Estremecido la abrace y note después de mucho tiempo
de nuevo su olor. Note como sus manos me apretaban con fuerza y me decía entre
sollozos: Mi padre, mi padre… Su padre acababa de morir y yo justo había
aparecido en su vida. Suavemente le fui limpiando las lagrimas de la cara, le
abrace con fuerza, y conseguí finalmente volver a ver su sonrisa. Esta vez sí
que me dio tiempo a devolverle el beso. Diez años después ese beso en el cuello
tuvo respuesta. Nunca un sentimiento tardo tanto en florecer. Pocas veces la
vida da una segunda oportunidad y parece que el tren Bárbara volvía a pasar por
mi puerta. Seguramente si le hubiera visto en otro cualquier día no hubiera
pasado lo que paso. Diez años de madurez me dieron fuerzas para que ese beso en
el cuello pasara a un beso en la boca y el estado de tristeza e indefensión que
ella sufría tuvo como respuesta un beso más ardiente. Éramos quinceañeros en
medio de la noche. Besos Barbaros. Era el principio de algo que tenía que haber
empezado hace mucho tiempo. Era el final a tantos momentos en soledad.
Hoy era el día especial que Bárbara
siempre había soñado. Yo dormí en casa y ella como toda novia se despertó en la
suite del hotel donde se iba a celebrar
el banquete. Me desperté nervioso y me puse mi frac color negro que me esperaba
colgado de la manilla de la puerta. Intente peinar mi flequillo a izquierda o
derecha, pero un remolino bárbaro hacia mi pelo indomable, parecía un león con
el pelo alborotado. Me detuve un momento y caí en la cuenta que Bárbara y Leo, Leo y Bárbara estaban en
todas partes, en todos los momentos que vivía. Todo lo que me pasaba siempre me
recordaba a ella. Ella era el motor de mi vida y que me hacía seguir hacia
delante. Recorrí el largo pasillo que llevaba hasta el altar. Solo se oía el run
run impaciente de los invitados esperando la llegada de la novia. Comenzó a
sonar las notas de un órgano y vi como Bárbara
entraba a la iglesia con un impresionante
vestido blanco arrastrando una larga cola. Mis ojos comenzaron a brillar y la
piel se me erizo. Ella estaba más guapa que nunca, los invitados le sonreían y
al llegar a mi altura ella me guiño un ojo cómplice. Todo era perfecto, era el
momento que siempre había soñado. Era nuestro momento. Era el momento Bárbaro. Éramos
Bárbara y Leo. Solo había un problema, yo no era el novio. El cura fue entonces
cuando dijo las 6 palabras con las que el león cayó noqueado a la lona y se convirtió de nuevo en
un ratón:
“Hasta que la muerte os separe”