“14
días de relax. 14 días de felicidad.”
Eso
es lo que ponía en el folleto cuando lo cogí de aquella balda en
ese lluvioso mes de abril.
Malditos
meses grises y húmedos que te obligan a visitar tiendas en centros
comerciales climatizados.
Somos
como fresas verdes en una cárcel de plástico en Almería.
Los
días rodaron sin control y los aires cálidos soplaron mi nuca para
colocarme en las escaleras de aquel mastodonte de 7 pisos que
atravesaba las olas como una apisonadora.
La
felicidad, el relax y las preocupaciones no viajaban solas. Tres
granujas revoloteaban a mi alrededor como avispas enfurecidas y allí
al fondo con las maletas estaba ella, a la cual notaba que el brillo
de sus ojos se le había bajado el contraste y parecía dejarse
llevar por la brisa de la rutina.
Era
el momento de levar anclas y poner las velas a máxima velocidad.
Fui
subiendo cada peldaño de aquella escalera. Notándome cada vez mas
seguro a cada paso que daba, sintiendo que era el protagonista de
aquella historia. Pero todo se derrumbo cuando una jauría de abuelos
me adelanto por la derecha y un codo se incrusto en mis costillas.
Todavía no había recuperado el aliento y otro clan de la tercera
edad me echo a un lado de un empujón. Escuche entonces: “Perdona,
majo, pero es que nos queda poco tiempo de vida”. Cuando recobre el
equilibrio, vislumbre a mi manada impaciente allí arriba al final
de la escalera. “Corre, Ramón, Corre. ¿Que haces en el suelo?
Vamos”
El
principio del fin, el punto de no retorno, comenzó en ese instante.
Mi
vida a partir de ese momento consistió en azorarse, turbarse,
zozobrarse hasta casi caer por la borda o eso tal vez hubiera sido el
mejor final.
Corre,
Ramón, Corre.
Era
la frase de cabecera.
Hacer
cola en el buffet libre para rellenar el plato que nunca se acaba.
Mantener
el equilibrio en este mar de dudas.
Pelear
con los jubilados por la tumbona que tenia vistas a la nada.
Corre,
Ramón, Corre.
Nos
falta ver la Basílica de San Marcos.
Disimular
cada día para meter dentro de 4 servilletas 4 bocadillos para mis
lobos hambrientos.
No
se podía perder un segundo en comer.
Corre,
Ramón, Corre.
No
llegamos a ver el Pireo.
Visto.
Pon una X en la lista. Visto. Revisto.
No
se podía perder un instante en observar.
Hazte
la foto y corre. Sigue huyendo sin mirar atrás.
Corre,
Ramón, Corre.
Como
no veamos Santa Sofía te enteras, eh, Ramón.
Hadas
mentales que se van convirtiendo en demonios corporales.
Días
de vino y rosas que terminan con espinas clavadas en la piel y
manchas en el cuerpo que nunca se borrarán.
Corre,
Ramón, Corre.
Y
no pares de correr, como Franka Potente, en Corre, Lola, Corre.
¿Tomas?
¿Donde está Tomas? Nuestro grupo indivisible de gritos, empujones,
quejas y reproches había perdido una pieza. Parecía que todo
nuestro ecosistema se caía estrepitosamente como un castillo de
naipes. Sus hermanos empezaron a llorar. Ella estaba allí con un
ataque de ansiedad, incapaz de escupir una palabra. Lo habíamos
olvidado en esa tienda de souvernirs. Corrí como si no hubiera un
mañana. Mis chanclas volaron. Las gotas de sudor recorrían mi
frente. Y mi corazón solo pudo sonreír cuando divise la figura de mi
Tomasito sentado sobre una silla de mimbre jugando con un imán de la
torre de Galata. Lo alze en volandas de alegría y mi angustia se
deshincho como un globo.
Una
mujer malhumorada me miraba desde la barra y me señalaba el cartel
que había en la pared.
Basura
solo para clientes. Trash for customers only.
Enseguida
entendí que nuestra visita basura sobraba. Era hora de llevarnos
nuestros restos humanos de nuevo a nuestro camión de escombros
gigante. Éste surcaria los mares en busca de un anónimo recolector
turístico donde lanzar otra vez las mondaduras del buffet de nuestra
biografía, las escamas que nuestra piel deja caer y los vestigios
pesados que desprende nuestra aplasia vital.
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