miércoles, 22 de mayo de 2019

Fin




Los rayos asesinos de la fatalidad cayeron sobre la persona que menos se lo merecía. La melancolía siempre fue mas fuerte que la esperanza. La nostalgia siempre ponía la zancadilla a la certidumbre. La letanía hacia girar lentamente las agujas del reloj. Una lluvia fina siempre mojaba sus hombros descubiertos. Sus lagrimas de rocío deslizaban por sus brazos besando sus muslos antes de chocar contra el suelo. Sus frágiles huesos  absorbían la oquedad del desconsuelo  como ese solitario pararrayos que soporta las embestidas de las tormentas.  La orfandad de nunca haber recibido un beso en el momento oportuno. La ubicuidad omnipresente de siempre acertar a fijar tus pies en el sitio menos adecuado. Por su sangre corría magnetita que atraía el quebranto de los que siempre estuvieron abajo. Pocas veces la vi sonreír. Los músculos de su cara se confabulaban para nunca ejecutar la mueca de una sonrisa.  Ella quería declamar sus versos de alegría, pero el musculo depresor de la boca siempre apalizaba al musculo orbicular del ojo y el resultado era un perfecto rictus de tristeza que rimaba con la dureza de su mirada. A su paso solo se oía un rugido mudo. Un ruido sordo de tribulación. Un suspiro ahogado de redención. Un zumbido molesto de desamparo. El sollozo del refugiado que nunca encuentra su casa. La apatía del que no espera nada en la vida. La oportunidad perdida del que jamas fue valiente para  asaltar la banca. La respiración hueca del que inhala su vida con la esperanza de que sus alvéolos nunca se llenen lo suficiente para ser capaz de volar un poco mas alto.

Nunca llueve eternamente. La gota fría se apaga. El nadador de la calle del medio llega a tocar la pileta con sus manos sin hundirse. Se olvida de ser un eterno naufrago sin una isla en la que yacer. La ternura  supera  las manos de lija de los malos. Los poetas consiguen al fin encadenar dos versos sin borrón. Las caricias apabullan a las miradas que esquivan  los ojos de ratón de laboratorio. Las promesas necias se sustituyen por un: ¿Estas bien?. Y entonces ella empieza a levantar la mirada. Dejar de ser invisible. Sus huesos pesan de nuevo y las ráfagas de viento no le hacen vagar a la deriva por las calles. Un par de alas aparecen en sus costados. Solo queda volar. Dos palabras salen al fin de su boca, como esa fiera herida que siempre estuvo refugiada en la cueva de la soledad. SE ACABO.

Interludio



Pasados los excesos de la guerra de langostinos, sobrellevadas las batallas de cordero aderezado con vino tinto, superados los ataques epilépticos por tanto centelleo de luces y olvidadas las tardes de omeprazol con mantita lamentando ese último trozo de tarta que no deberías haber aceptado, las hojas del calendario se arrodillan con sumisión y el tiempo parece escaparse entre tus manos como esa gota de sudor que se escurre entre tus torpes dedos. Los días pasan sin pena ni gloria. Llega un momento en el que el futuro y el pasado dejaron de ser distinguibles. Mañana fue igual que ayer, ayer será igual que mañana. Pasada la glaciación, los días se amplían, las tardes se vuelven luminosas y llama a nuestra puerta la temida astenia primaveral. Procrastinación continua.  Los lunes al sol. Las tardes sentado en aquel banco del parque. Viendo la vida pasar. Entre niños, jóvenes imberbes y abuelos con bastón. Vida a ritmo de caracol. Actor secundario entre actos sin texto.
La niña de las trenzas salta por el tobogán mientras su madre lee la diezminutos en el banco contiguo. Una y otra vez. En un bucle continuo. En un frenesí que no tiene fin. Aparecen recuerdos de mi vida de ratón. Siempre girando la rueda dentro de la jaula. Sin destino, ni dirección, pero sin parar de escapar. Algún día te cansaras y te parecerá más divertido no saltar.
A la derecha dos ancianos repiten el mismo mantra: “En mis tiempos no hubiera pasado esto. Hubiéramos quemado la ciudad”.  Disimulo haber escuchado las notas de rebelión. Busco mejor acomodo a mis huesos y estiro mis piernas buscando un mayor confort en mi oficina sin paredes. “Mira ese ahí tirado, normal que les pasen por encima”. El tirado era yo. No reacciono. Mi única respuesta es subir un poco más el volumen de mis cascos. Un poco de ruido me vendrá bien para despejar la mente.  Igualito que el pirómano que echa un poco más de gasolina para apagar su sed. Mismas soluciones. Mismos problemas.
Unos chavales con un perro se sientan en el cubículo contiguo. Son conocidos. Son ruidosos. Y son muy pesados. Entre los 4 no juntan tres neuronas. Uno de ellos se acerca y me pide un papel. Miro en mi bolsillo y le doy mi librillo de OCB. Esta entero. Hay que permitir que los jóvenes se desahoguen. Con un ruido gutural y un ademan con la mano le indico que no me lo devuelva. Suficiente jodido tienen el porvenir. Pesimismo en papel de plata.
Veo pasar a mi vecino Alfredo, el militar. En sus tiempos mozos nos perseguía con una vara cuando la liábamos por el barrio. Hoy su mirada se ha apagado. Solo le veo caminar de su casa al bar y del bar a su casa. Su única compañía es un vaso siempre medio vacío y esa tragaperras donde ahoga sus penas. Le mando un saludo castrense juntando dos dedos y llevándolos a mi frente. Recibo el silencio por respuesta.
La pierna me vibra. Mi personalidad hipocondríaca solo piensa en un ictus. Una vez que la sangre me llega al cerebro detecto que el culpable es mi vetusto móvil Nokia. Pantalla monocromo. Falto de luz y color. Como mi vida. Me avisa que sigo vivo, la mala noticia es que he recibido un SMS. Eso me recuerda que tengo que actualizar las redes sociales que nunca tuve. Normal que no triunfe en la vida. Son solo dos palabras. Tenemos que hablar. Botón de borrar. Siempre fui un tipo poco valiente. Para que quieres afrontar los problemas si puedes mirar para otro lado.
Unos niños juegan con un balón. Han puesto sus jerséis como portería. Me acerco y les digo. ¿Os hace falta uno más para echar un partido?