martes, 20 de octubre de 2020

Euforia y Diazepam

 


La rueda. Gira la rueda. Días felices. Noches dichosas. Amigos para siempre. Siempre hacia la luz. Juntos subiremos montañas y juntos las bajaremos. Somos como perros, siempre estamos contentos de vernos. Velocidad crucero. Nada es imposible. Colillas humeantes. La sonrisa perfecta. Bolsillos boyantes. Asaltar la banca. Ojos rojos. Lenguas de trapo que no paran de gritar. Palabras que escupimos a borbotones. Ideas que resuelven el mundo. Soluciones nunca inventadas. Funambulista siempre en el alambre. La vida en nuestras manos. Heridas que no sangran. Besos y caricias. Pupilas tornasoladas. Escapar es de cobardes. Risas descontroladas. Nunca digas nunca. Mejillas rosadas. Respiración acelerada. Vivir deprisa. No mires atrás. Todo es posible. Aquí y ahora.

Despertar. La resaca. Un ruido sordo de tribulación. Lluvia fina sobre los hombros.  Un suspiro ahogado de redención. Cuando fuimos los mejores.  Un zumbido molesto de desamparo. El sollozo del que escapa y nunca encuentra su casa. Vasos vacíos. Cicatrices que no se cierran. La apatía del que no espera nada en la vida. Ver los días pasar. La orfandad de nunca haber recibido un beso en el momento oportuno. La maldita melancolía siempre más fuerte que la esperanza. La letanía que hace girar lentamente las agujas del reloj.  Tenemos que quedar. Otro día te llamo, seguro. Galerna. Niebla oscura que ciega las miradas. Venas por donde corre magnetita que atrae al quebranto. Arrugas en el corazón. Se acabo. Volver a empezar. Gira la rueda. La rueda.


miércoles, 14 de octubre de 2020

Otra, por favor.



 






Alberto como todos los días del último mes durmió poco esa noche. De doce a una yació profundamente. A la una un clic mental encendio su motor de combustión. Una mezcolanza de problemas vitales, sueños no realizados y un trabajo alienador hacían de gasolina que activaba la mecha. En la oscuridad una rueda en su cerebro no paraba de girar. Como un ratoncillo blanco en su jaula sus neuronas hacían voltear el circulo metálico de su mente. Todos los caminos le llevaban constantemente a una carretera cortada.

 El proceso cíclico se repetía toda la noche. El resultado era un cuerpo escombro en el desayuno. Un traje arrugado abriendo la puerta de casa por las escaleras. Un pelo alborotado y sucio esperando al autobús. Una sonrisa de payaso triste dando la  bienvenida al conductor que le llevaba a su rutina.

 Alberto era el ejemplo de un hombre atrapado en una vida que no quería. Un trabajo aburrido, unos amigos inmovilizados en vidas más tediosas aún y ningún aliciente más allá de ver su serie favorita al llegar a casa. No tenía grandes problemas. No era feliz. Pero tampoco estaba triste. Carecía de pequeños alicientes que crearan los deseados contratiempos y sus respectivas soluciones que hacían de la vida un lugar emocionante. Vivía en ese instante justo en el que no pasa nada. Solo la vida pasar.

 Su mirada perdida se quedó observando el paisaje a través del cristal del autobús. Su cuerpo detectaba el terciopelo áspero del cabecero y le provocaba una rápida narco lexía. Su cabeza se torcía como si no tuviera sustento en su cuello y chocaba repetidas veces contra la luna sin que ello provocara que Alberto despertara. 

-       Perdona, es la ultima parada.

-       ¿Queee? – Responde sorprendido Alberto atusándose el pelo. 

La vida a cámara lenta cuando te acabas de despertar. Él ve como la chica que le hablaba está bajando del autobús y no queda nadie más dentro.

Alberto coge su mochila y baja las escaleras de dos en dos. La rutina le activa de nuevo. Ese cerebro autómata trabaja solo. Da 3 pasos en búsqueda del camino que le lleva a su mina particular, pero algo no cuadra en el esquema de partida. Este sitio no le suena. Esta no es su calle. Esa no es su ciudad. Se da la vuelta y grita:

-“Este no es mi autobús, mierdaaaa!!!”

Son las 9. A esta hora sus compañeros deben estar entrando en la sala para la reunión matinal. Esto debería crear una ligera angustia en Alberto, pero los efectos no son los esperados. El musculo depresor de la boca siempre apalizaba al musculo orbicular del ojo y el resultado era un perfecto rictus de tristeza. Pero esta vez el guion no estaba escrito. Alberto sonreía. Una sonrisa relajada que dejaba a la vista dientes que nunca habían observado la luz. Decide sin titubear entrar al primer bar que ve abierto.

-       “Buenos días, me pone una cerveza por favor”

-       “Son las 9 y cuarto, ¿está seguro?” - le responde una señora limpiándose las manos en el delantal.

-       “No he estado más seguro en mi vida”.

Alberto coge su copa, respira y absorbe su contenido de un trago.

Deposita la copa en la barra y levanta de nuevo la mano:

-       ¿Me pone otra, por favor?